Durante toda nuestra vida nos esforzamos por triunfar, aunque no seamos conscientes de ello. Esto se debe a que descendemos de una larga lista de triunfadores. Si no hubieran triunfado no serian nuestros antepasados y nosotros no estaríamos aquí.
Luchar por sobrevivir ha sido una de las claves de la evolución. El que no competía no tenia posibilidad de conseguir lo necesario para vivir, o como mínimo para tener mas éxito para si mismo y para sus descendientes.
Nuestro organismo ha desarrollado mecanismos que hacen que disfrutemos al máximo de la experiencia del triunfo, y que perder sea muy duro.
Cuando sentimos que el triunfo se acerca nuestro cerebro y nuestro cuerpo empiezan a funcionar en armonía, haciendo que la victoria sea placentera. Ya sea obtener un empleo, ser el primero de la clase o ganar una medalla olímpica, nuestras respuestas psicofisiológicas son siempre las mismas. Tan pronto como sentimos que la victoria está a nuestro alcance nuestra vista se agudiza (vemos mejor), nuestros reflejos se hacen mas rápidos, pensamos con mas eficiencia, nos sentimos bien, nos sentimos fuertes. Empezamos a experimentar las primeras sensaciones de victoria. Y cuando la victoria es segura obtenemos plena satisfacción, la euforia.
Primero la dopamina estimula los centros del placer del cerebro, provocando una intensa sensación de bienestar. Después las endorfinas empiezan a actuar por todo el cuerpo, combatiendo el agotamiento, rebajando (o incluso bloqueando) el dolor, y haciéndonos sentir eufóricos.
La adrenalina y la testosterona fluyen a raudales por el torrente sanguíneo, eso nos da energía, nos mantiene alerta y aceleran la recuperación. Nuestros bronquios se dilatan, el corazón late con mas intensidad y con mayor calidad de latido, llevando mas oxigeno y nutrientes a músculos y cerebro. Es un “colocón” natural.
Ahora estamos listos y preparados para “comernos el mundo” otra vez si hace falta. Es el mayor premio del vencedor, es el mayor regalo de la victoria: la intensa satisfacción que nos da nuestro cuerpo, y que nos prepara para seguir compitiendo, y nos empuja a perseverar en la lucha.
Pero, pero, pero: también hay otro instinto que nos protege de la temeridad y de la lucha infructuosa. Porque perder es devastador, tanto física como psicológicamente, y, instintivamente sabemos cuando nuestro oponente, nuestro rival, es muy superior a nosotros y es mejor echarse a un lado. Es decir, que sólo entramos al trapo cuando “sabemos” que tenemos oportunidad de ganar, cuando apreciamos que las capacidades están igualadas. Y esto lo hacemos de forma instintiva, porque también nos ha protegido a lo largo de la evolución: los temerarios solían morir antes.
¿Pero, porque nos sienta tan mal perder?
Perder es abrumador. Cuando empezamos a perder se apaga nuestra maquinaria de gratificación. Las sustancias que nos hacen sentir bien y que nos han mantenido durante el esfuerzo, como la dopamina y la endorfina, comienzan a reducir su presencia en sangre. Así entramos en una espiral negativa que nos condena, casi con total seguridad al fracaso. Cuando sentimos que estamos perdiendo la batalla, de repente somos conscientes de nuestro agotamiento y empezamos a sentirnos mal. Sabemos que estamos perdiendo, y esto provoca que se libere la hormona del estrés: el cortisol.
El cortisol se suma a la adrenalina que circula en sangre y nos hace sentir ansiosos, incluso atemorizados.
Y si la derrota es inminente nos quedamos paralizados. Bajamos la guardia. Nos rendimos.
El nervio vago hace que el corazón empiece a latir mas despacio y con peor calidad de latido, lo cual significa una reducción de la irrigación sanguínea. Especialmente notamos esa reducción de irrigación en los intestinos, y nos invade aquella sensación de vacío en el estomago y el sudor frio. Además los músculos también se resienten de esa reducción de la irrigación, y las piernas nos flaquean.
Además el cerebro tiene una forma definitiva de hacernos sentir la derrota: cada vez que perdemos el hipocampo cerebral registra todas esas sensaciones, de manera que recordemos esa derrota para siempre, y la amígdala se encarga de asociar permanentemente esa memoria a un sentimiento profundo de angustia. Todo esto crea un poderoso recuerdo del fracaso, anclado emocionalmente, que, en principio, evitará que volvamos a cometer el mismo error, y que la próxima vez lo hagamos diferente.
Pero aquí otro “PERO”. ¿Pero cuan adaptativo resulta este mecanismo de castigo/recompensa, casi 3 millones de años después de que se creara?
Quiero decir, hoy en día que las circunstancias son mucho mas complejas e interdependientes, donde la victoria o la derrota dependen mas de factores como:
– la perseverancia,
– la colaboración,
– la autoestima,
– la gestión emocional,
– la responsabilidad,
– la gestión de conflictos,
– la tolerancia a la frustración …
; es decir, donde lo que prima para que nos vaya bien en la vida son factores mas relacionados con las competencias socioemocionales, ¿cuan adaptativo es el mecanismo de recompensa/castigo ante la victoria/derrota? ¿cuándo ese recuerdo en nuestro “banco emocional”, que ha ido creando la amígdala, nos impedirá volver a intentarlo, o abandonar antes de tiempo?
Estamos programados para competir y para esforzarnos por la victoria, pero este mecanismo, bajo un análisis mas amplio debería ser revisionado para discernir cuando nos beneficia y cuando nos impide, cuando nos sigue resultando adaptativo y cuando ya no es útil sino bloqueante
Saber reconocer los “síntomas físicos” de la derrota y de la victoria, y ser conscientes de ellos, nos puede ayudar a tomar decisiones mas emocionalmente inteligentes con el fin de tomar decisiones mas acertadas en momentos determinados. Porque ambos estados emocionales, en determinadas circunstancias y/o en exceso pueden ser fatales. Tanto el derrotismo o el pesimismo a ultranza, como la euforia o el optimismo exacerbado, pueden resultar desastrosos en determinados momentos.
P.D.: Aunque, personalmente, y en confianza, os diré que si me tengo que decantar por un “error emocional” me decanto por el optimismo. Siempre.